Es evidente el daño causado por haber apostado por una cuarentena estricta como principal estrategia para intentar frenar –sin éxito– el avance del COVID-19, ya que en el Perú (país con más muertos por millón de habitantes) se perderán 1.5 millones de empleos y 4 millones de peruanos saldrán de la clase media este año (BBVA).
Si bien iniciamos la pandemia con uno de los mayores planes de rescate del mundo (20% del PBI), diversas debilidades estructurales, como el alto nivel de informalidad, causada por la extremadamente rígida regulación laboral, redujeron la efectividad de los esfuerzos de contención y reactivación.
A estas alturas, con el golpe económico prácticamente asimilado, nos queda la difícil tarea de reinsertar a los desafortunados peruanos que perdieron sus trabajos al sector formal. Para ello, es vital flexibilizar la regulación laboral de dos maneras: (i) reduciendo costos laborales y (ii) simplificando la contratación y el despido de trabajadores.
Esto se debe a que hoy una persona que gana salario mínimo en el régimen general recibe S/10,230 al año, pero a la empresa le cuesta S/15,277 y, en caso de que el empleador decida por cualquier motivo prescindir del trabajador, tendrá que enfrentar una elevada indemnización o la posible reposición laboral. Por eso, no se contrata así nomás.
Relajar dicha regulación no es nada extraño, sino que es lo que hacen los países más desarrollados. Por ejemplo, en Suiza, Dinamarca e Islandia no existe sueldo mínimo y es facilísimo contratar y despedir (WEF). Además, están en el top 10 de países con mayor desarrollo humano (UN) y, obviamente, con mayor libertad económica (Heritage).